sábado, mayo 10, 2014

“Adiós, muchachos” con Carlos & Louis



Las frases hechas son sólo frases hechas, clichés retóricos que con el tiempo terminan por no expresar nada y siguen siendo usados por comodidad, para evitar la molestia de pensar. No sirve pues de mucho decir, por ejemplo, “nunca segundas partes fueron buenas” o “las comparaciones son odiosas”, ya que hay muchas excelentes segundas partes y comparar no sólo no es aborrecible, sino que es frecuentemente placentero. Procuraré demostrar, con un caso, mi contradicción a las dos frases hechas que he puesto como modelos de facilismo a la hora de juzgar.
Carlos Gardel, símbolo de toda tanguería, estaba en la cúspide de la fama hacia 1927. De esa cúspide no ha bajado, hay que añadir, pero es verdad que pudo llegar quién sabe hasta dónde si el avionazo en Medellín, Colombia, no interrumpe su vida en 1935. Entre los muchos éxitos que grabó en aquellos años está, nadie lo ignora, “Adiós, muchachos” (no es “Adiós muchachos”, sino “Adiós+coma+muchachos”), uno de los diez o veinte temas que son clásicos entre los clásicos gracias a su voz y, por qué no aceptarlo, debido también a la guitarra de Barbieri cuya sonoridad parece ahora el acompañamiento indefectible de la voz Gardel.
“Adiós, muchachos”, compuesto por César Vedani y musicado por Julio César Sanders, narra lo que casi todo tango narra: una desdicha. Un tipo se despide de su “barra” (de su palomilla) debido a que ha perdido las condiciones de salud que impiden más trote nocturno, seguramente el trago fuerte y las condignas desveladas. Casi como digresión aprovecha el viaje de la despedida para recordar edípicamente (hay un montón de tangos, boleros y baladas edípicos) a la jefecita chula y, de paso, a la novia adorada, amores ambos que le fueron cruelmente arrebatados por el destino, por un Dios promotor de leyes que, observa, ha aprendido a respetar:

Es Dios el juez supremo.
No hay quien se le resista.
Ya estoy acostumbrado
su ley a respetar,
pues mi vida deshizo
con sus mandatos
al robarme a mi madre
y a mi novia también.

Sale de la digresión y vuelve al motivo de su visita: despedirse de la barra, adiós que expresa con llanto y echando una bendición muy próxima, increíblemente, a lo maternal:

Dos lágrimas sinceras
derramo en mi partida
por la barra querida
que nunca me olvidó
y al darles a mis amigos,
el adiós postrero,
les doy con toda mi alma
mi bendición...

Hay tres tipos de afecto en esta historia: el amistoso, el filial y el amoroso. El personaje narrador atraviesa entonces, ya con mera nostalgia, por todo aquello que alguna vez colmó su corazón. El Morocho canta esto como cantó todo lo que cantó: perfectamente. Como siempre, avanza con plena seguridad por los versos y va dejando en cada uno su impronta inconfundible. En el cierre, en el último verso, por ejemplo, hay un garigoleo que es como una firma de latigazo, la forma definitiva de terminar con una agudo que realza lo ya de por sí inmejorable.
Quizá no para otros, pero para mí sí es una sorpresa hallar una versión de “Adiós, muchachos” que no por distinta es menor. Se trata, según el video de YouTube, de una interpretación trabajada por el inmenso Louis Armstrong en 1959. Armado con su trompeta y su implacable pistoneo, poniendo en el aire las amarillas notas que eran su marca de fábrica, el viejo y hermoso Armstrong la canta en inglés y en moroso tempo, con su estilo de dientes apretados y voz gargarosa. Todo queda tan bien puesto, independientemente de la traducción, que la repetimos dos o tres o cuatro o muchas veces y le seguimos hallando instantes, matices, como la risa divertida luego de la primera tirada de versos. El gran trompetista de Nueva Orleans logra que “Adiós, muchachos” sea “Adiós, muchachos” y al mismo tiempo otra canción.
En resumen, hay segundas partes que son geniales y hay comparaciones bienvenidas. Las frases hechas no pasan muchas veces de ser rémoras del discurso, palabras vacías, embustes.