sábado, octubre 09, 2010

Parábola del moribundo, hoy



Hoy a las 12 del mediodía en el foyer del Teatro Nazas presentaré mi novela Parábola del moribundo en el marco del Festival Artístico Coahuila 2010. La entrada es libre. Daniel Lomas me acompañará con sus palabras. La entrada es libre y habrá botanita. Allí los espero. Paso aquí, por mientras, un fragmento donde aparecen los dos protagonistas: el poeta Santiago Macías y el entrón Vicente Caballero a punto de emprender un sabroso viaje a Parras.
El viejo andaba más contento que un boy scout con pañoleta nueva. Esperaba en la salita y no hacía más que silbar sus tonadillas bolerísticas. Tenía un silbido perfecto, melodioso y muy agudo, ultrasónico, tanto que podía despertar desde Torreón a los perros de Afganistán. Tuvo tiempo para observar mis cuadros, mis muebles, mis módicos objetos de ornamento. Me habló de lejos:
—Oye, Santiago, ¿y qué pasó con tu tele?
—No tengo tele.
—¿No tienes tele? ¿Cómo chingados que no tienes tele?
—No, no tengo. Nunca he tenido. Bueno, sí, cuando era niño, en mi casa.
—Eres el único cabrón de toda La Laguna que no tiene tele. No lo puedo creer, estás bien loco, Santiago.
La posesión de la tele, según Vicente, era el testimonio de la cordura colectiva, cuando en realidad significaba lo contrario. No discutí. El viejo silbaba ahora una especie de pasodoble al que sólo le faltaban los bureles, el juez de plaza y olé. Salí vestido con los mismos trapos de siempre y con mi maleta de futbolista llanero. Allí llevaba —sólo de paseo— un libro de Reyes acabado de conseguir.
Subimos a la bala de plata y vi que Vicente le había adaptado atrás una hielera marca Igloo. Me dijo que se surtió bien de Tecates para que las muchachas fueran muy animadas desde el camino. Eran las siete de una tarde con el cielo desértico, sin nube alguna y con el sol naranja a punto de sentarse en los lampiños cerros del horizonte.
Llegamos a las inmediaciones del Cosmos. Allí afuera estaban las dos, Yolanda y María Luisa, esperando la bala de plata como si fueran las muchachas de Archi a punto de emprender el reventón. María Luisa tenía ciertos rasgos nasales y mandibulares de Rarotonga, ya rozaba los cuarenta, era brillosa de la cara y parecía haber sido sometida a un trabajo de restiramiento como el que suelen pagarse, diez veces en la vida, las viejas actrices de los estudios Churrubusco. Oxigenado pero con alevosas raíces negras, su look parecía un haz de trigo aparatosamente levantado hacia el cenit. Vestía una playera fosfo limón y una licra de ciclista que exaltaba el esplendor de su nalgamen amplio y celulítico. Por su parte y como si trajera encima un fantasma, Yolanda llevaba un vestido de dacrón floreado y suelto en su corpezuelo y dos huarachitos de baqueta que no podían pesar más de veinte gramos.
Luego de presentarnos —Vicente, era previsible, concentró su cetrera pupila en la licra de María Luisa, la mujer del celuloide— subimos al coche con la distribución adecuada: adelante los veteranos, atrás los prospectos, es decir, Yolanda y un servidor. Salimos por la ruta del enrevesado libramiento, una autopista criminal en la que zumbaban los Kenworth y los Dina. Parras estaba a hora y media de camino, pero me sorprendió otra vez la facilidad con la que Vicente se adaptaba a sus ocasionales mujeres. En el rudimental vocabulario del terodáctilo no existía la palabra pero. Casi cualquier mujer le llenaba el bifocal y María Luisa estaba en el ancho ranking de la lubricidad vicentenaria. Ameno coloquio llevaban adelante, y el tema pasaba, con gran erudición, de la música populachera a los programas de la tele (“ande, sí, las novelas de Verónica Castro me gustan un chorrotal”). Cervezas en mano, espectadores callados de lo que pontificaban nuestros amigos, así íbamos Yolanda y yo. Apenas agregábamos una apostilla, un tibio escolio a la fascinante conversación que nutrió el periplo hacia el Rincón del Montero.