domingo, octubre 03, 2010

Exhumación de un poemario



Hace un par de meses recibí un mail del escritor Armando Oviedo; me pedía una colaboración para un número especial de Arteletra, revista de literatura que dedicaría todas sus páginas a reflexionar sobre la vida y la obra de Gilberto Prado Galán a propósito de su cincuenta aniversario. La idea era armar la publicación sin decir nada al homenajeado y por sorpresa entregarle los ejemplares en la cena de su cumpleaños, lo que ocurrió el pasado lunes 20 de septiembre en el DF. Allí estuve, acompañado a Gilberto y sumado a la festiva nómina de colaboradores —Alejandro González Acosta, Ignacio Trejo Fuentes, Jorge Valdés Díaz Vélez, Joseba Buj, Javier Prado, entre otros— que elogian su trayectoria literaria. El texto que preparé lleva como título completo (el PDF con toda la revista puede ser solicitado a mi mail: rutanortelaguna@yahoo.com.mx):

Exhumación de un poemario:
el primero libro de Gilberto Prado Galán

Jaime Muñoz Vargas

Conozco a Gilberto Prado Galán (Torreón, Coahuila, 20 de septiembre de 1960) desde agosto de 1982. Recuerdo el mes y hasta el día, un 9, porque en aquel momento entré al primer semestre de la carrera de comunicación en el ya extinto Instituto Superior de Ciencia y Tecnología A.C., mejor conocido como Iscytac. Aunque físicamente no lo parecía, ese instituto tenía rango de universidad y ofrecía cinco carreras a toda la Comarca Lagunera: diseño gráfico, arquitectura, ingeniería civil, psicología y comunicación; su campus (por llamarlo de algún modo) estaba en la colonia Bellavista, de Gómez Palacio, al lado del lasallista Instituto Francés de La Laguna. Gilberto estaba en séptimo semestre de psicología cuando comencé a estudiar mi licenciatura, pero como la infraestructura de la escuela era notablemente modesta todos nos topábamos con todos. En aquellos días vi pues, sin tratarlo todavía, a Gilberto. No fue difícil ubicarlo ya que en su salón sólo él y otro compañero se sumaban a un grupo mayoritario de mujeres. En los pasillos del Iscytac, en su austera cafetería, en sus escasas bancas de descanso, Gilberto aparecía muchas veces acompañado por Jorge Rodríguez Pardo, su único condiscípulo.
La apariencia del Gilberto estudiante era muy simple y se mantiene igual hasta la fecha: camisa de vestir de manga larga, pantalón de mezclilla sin cinturón y zapatos negros. Lucía entonces una mata abundante de pelo crespo, look que podría seguir usando pues jamás ha perdido ni perderá población capilar. No tenía coche, viajaba en los feos camiones urbanos de La Laguna y a todos lados cargaba con un libro. En nuestras feroces temporadas de calorón, la clara tez del poeta enrojecía como si fuera la de un nórdico.
Creo que pasó un año antes de que trabáramos alguna conversación. En mi segundo semestre —y octavo de Gilberto— varios jóvenes alumnos habíamos aprovechado la oportunidad de publicar en el suplemento cultural del periódico La Opinión gracias a que Saúl Rosales, maestro del Iscytac, era editor de aquellas páginas. Cada cual por su cuenta, Gilberto y yo nos acercamos a Rosales y le ofrecimos textos. Él poesía y breves ensayos; yo mis primeros rounds de sombra con el cuento y algo de poesía hoy sonrojante. Poco después, otra vez cada cual por su cuenta, le dijimos a Rosales que si formábamos una especie de taller literario. Fue así como en 1984, convocados por el asediado Saúl Rosales, celebramos la primera reunión del grupo que denominamos Botella al mar; esa primera sesión, y muchas otras ulteriores, ocurrió en la casa de Enrique Lomas Urista, en la calle Galeana, entre Juárez e Hidalgo, de Torreón. Asistimos los que formaríamos la base del grupo: Saúl, Gilberto, Enrique y yo. Luego se sumaría Pablo Arredondo, de suerte que el Botella al mar tuvo en esencia cinco miembros fijos y un cuantioso número de fugaces transeúntes.
Creo que la madurez literaria de Gilberto fue evidente para todos. Si no, lo fue muchísimo para mí. Yo había leído sus primeros poemas y acercamientos críticos en las páginas de La Opinión, y me bastó escucharlo en las sesiones del taller para considerarlo el más dotado escritor de nuestra generación y de nuestro entorno. Gilberto escribía bien, demasiado bien, desde que comenzó a publicar. Sus poemas eran algo herméticos para los lectores de a pie, pero de inmediato se notaba que detrás de los versos se agazapaba un joven con genio. Cada poema irradiaba riqueza metafórica, música, hondura reflexiva y una cierta entonación que hacía pensar en un artífice cargado de experiencia intelectual, de lecturas. Y sí, Gilberto era a sus 22 o 23 años un escritor que había leído poesía —a López Velarde, a Cuesta, a Villaurrutia, a Paz, a Gorostiza, a Neruda, a los clásicos del Siglo de Oro y muchos más— y a eso sumaba un océano de obras filosóficas: Aristóteles, Platón, San Agustín, Kant, Hegel, Descartes, Kikergaard, Unamuno, Ortega, Wittgenstein, y por sus estudios profesionales a Freud, Skinner, Reich, Sacher-Masoch. Gilberto tenía dos capacidades envidiables para los que habíamos decidido vivir de y con las palabras: leía como loco y lo memorizaba todo. En efecto, era una bodega de información, de citas, de referencias, todas precisas y muchas veces apabullantemente textuales, como si las hubiera grabado en una computadora. En la bodega almacenaba la materia prima que combinaba con su labor de fábrica: poemas y poemas, largos y bellos poemas además de sesudos asedios ensayísticos salían de su Remington y a varios nos dejaba boquiabiertos. Rarísimo pues era aquel Gilberto: en las reuniones del Botella al mar, entre cerveza y ginebra, reía, bromeaba, jugaba con las palabras, colocaba apodos, hacía excelentes imitaciones, lanzaba sarcasmos, citaba canciones de ídolos populacheros y al mismo tiempo mostraba textos de una precocidad que jamás he vuelto ver. Fue por ello, para mí, el paradigma de escritor dotado, un ejemplo de lo que era combinar la soltura y el humor en el trato oral con la belleza y la densidad intelectual de la palabra escrita. La mixtura de gracia e inteligencia se notaba en las reuniones; junto a un poema perfecto ofrecido a la ponderación de sus compañeros, Gilberto instalaba, en la charla espontánea, juegos de palabras que también trasudaban una malicia endiablada. Recuerdo algunos de sus malabares burlones: alguien dijo que la horrible música de órgano Yamaha a veces servía para amenizar bodas y que el máximo usuario de ese instrumento era Juan Torres; Gilberto de inmediato lo rebautizó: Juan Torres Bodet. Cuando platicábamos del pelotazo que un futbolista recibió en los bajos, nuestro poeta acuñó un luminoso calambur: “Le pegaron en calva sea la parte”. A un amigo apellidado Guerra Estrella lo renombró Star Wars. De un sujeto resentido con no sé quién dijo que “tenía un odio serval” (con “s” de siervo, esto para aprovechar la casi homofonía del lugar común “miedo cerval”). A un tipo le dieron un puntapié en el trasero y Gilberto retruecaneó que le pegaron en “el ojo del rabillo”. Estas chispas de ingenio hay que multiplicarlas por cientos, y eran apenas la manifestación satírica de una mente en permanente lucha con y contra las palabras, lo que hoy es ostensible en su Amazonas de palíndromos. Lo asombroso es, insisto, la manera como amalgamaba los ratos de jocosidad con su infatigable búsqueda de sentido en la poesía y en la “filos”, como apocopaba a la filosofía.
Recién titulado de psicólogo, sin una economía desahogada, ejerció en un consultorio por un breve periodo; creo que no era lo suyo. Fue entonces cuando aceleró su pesquisa de espacios para trabajar como maestro. Peregrinó por numerosas escuelas, por prepas de refugiados (reía de sí mismo por haber dado clases en la Pedro de Gante, institución donde los alumnos quemaban mota hasta en las aulas), por universidades fantasma y, ya fogueado, en universidades serias. Con los recursos pepenados en el trajín docente, Gilberto fue uno de los principales auspiciadores de la fiesta; de natural desprendido, no reparaba en gastos cuando de cafetear, comer o beber se trataba. Tal fue su vida entre los 23 y los 28 o poco más: dar muchas clases, leer en su casa de Oyemel y Lirios de Torreón Jardín y verse todos los días con los cuates de literatura en el café o en las siempre venturosamente abundantes cantinas de Torreón. Los sábados eran sagrados para nosotros: ese día nos reuníamos desde las cinco hasta la una o dos de la madrugada, bebíamos, compartíamos lo escrito y lo leído y nos solazábamos con la chismografía del mundillo literario local y nacional. En esas sesiones Gilberto destacaba en todo: como creador, como crítico y como sabroso comentarista de nuestra picaresca cultural. Además, como destacado proveedor de los elíxires que escanciábamos para que las reuniones no perdieran jiribilla.
Previsiblemente, Gilberto fue el primero en organizar materiales para un libro. Por desgracia, Torreón pasaba por una situación editorial penosa. Ni las universidades, ni los centros culturales ni las instancias de gobierno impulsaban proyectos de publicación. Fue por eso que Gilberto decidió orientar recursos obtenidos con su trabajo y pagar una edición de autor. En aquel tiempo nos veíamos casi a diario, así que, como testigo privilegiado, varias veces lo acompañé a una imprenta (hoy llamada Río Nazas) ubicada en la avenida Hidalgo, entre las calles Mariano López Ortiz y Niños Héroes, para recoger galeras o llevarlas ya tupidas de enmiendas. Recuerdo que aquella fue la única vez que vi un linotipo, máquina que entonces ya había recibido la puñalada de muerte asestada por las computadoras.
Gilberto y yo no sabíamos editar ni folletos, así que el poemario Exhumación de la imagen apareció sin página legal, sin colofón y casi sin portadilla. De milagro sabemos la fecha aproximada de su salida gracias a que el prólogo de Saúl Rosales termina con un “Torreón, Coah., noviembre de 1985”. Rosales, como dije hace algunos párrafos, era nuestro mánager, la figura que nos convocaba y nos daba seguridad para crecer, así que sus palabras liminares eran un imprescindible espaldarazo al joven poeta. El libro de 65 páginas tenía en su tapa un dibujo de Cesáreo Aguilera y en la cuarta una foto de Gilberto en clave mística y una ficha biográfica que a falta de mayor currículum apeló a una cita del autor (“Situado al pie de la montaña, debo reconocer que apenas inicio la avanzada en el dificultoso alpinismo de la poesía”), otra del prologuista y los nombres de quienes configuraban el grupo literario Botella al mar, fueran o no miembros de planta. La dedicatoria fue plural: a su padre fallecido hacía doce años, a su madre (nuestra querida doña Licha), a sus hermanos y a sus amigos (los “náufragos terrestres”) del Botella al mar.
En el prólogo, Rosales Carrillo destacó la solvencia literaria de Gilberto; resaltó que en sus poemas “hay riqueza metafórica que opera en el ánimo de sus lectores como sucesión de luces. Ostentan también la revigorización del sustantivo y el redescubrimiento de las posibilidades de la adjetivación aprendida en un maestro de ella, en Ramón López Velarde”. Luego, un rasgo caro en el hacer del joven escritor: “La fe de Gilberto Prado Galán en la palabra poética es tan grande como el recipiente de la imaginación”. En el cierre de su acercamiento, el prologuista observó que Gilberto “es exhumador de imágenes, de evocaciones que provocan evocaciones que provocan evocaciones y así ilimitadamente porque la imaginación del poeta no tiene linderos”.
Las palabras de Saúl Rosales subrayaron desde ese primer libro las virtudes de un escritor lagunero que unos años después conquistó, casi de la nada y con las solas armas de su razón, sin relaciones, sin internet, con su pura fe en la palabra, los premios más importantes del país en el género de ensayo (como el Lya Kostakowsky que dictaminaron Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Eduardo Galeano). Alguien opinará que entre la poesía y el ensayo hay un abismo; es cierto en muchos casos, pero lo asombroso es que Gilberto logró hermanar la crítica con una prosa en registro tercamente poético, el mismo registro que reverbera en Exhumación de la imagen.
El primer libro de Gilberto fue además el primer libro del Botella al mar. Como empezábamos en el oficio, todos nos sentimos orgullosos con el logro, lo compartimos y lo festejamos. Contra lo que podamos calcular cuando ha pasado un cuarto de siglo de aquel brote inaugural, no se trataba de un trabajo inmaduro. Quizá podamos decir de algunos pocos poemas que en efecto delatan la edad de su creador, su estatus de artista en formación; la mayoría, sin embargo, enseña un temple sorprendente, una garra de escritor ya hecho. Gilberto tenía apenas 22 o 23 años cuando armó su Exhumación… Eso no le impidió escribir con una belleza y una penetración literalmente inéditas en La Laguna. Debido a su condición de libro marginal, Exhumación… es el libro menos conocido de Gilberto y creo que habita en él no el boceto de lo que luego albergarían otros libros de su cosecha, sino la evidencia incontestable de que su autor había nacido al mundo editorial con filo de katana.
Fue compuesto en tres partes: “Primer recuento amoroso”, “Libertad sin brazos” y “Tres poemas no agrupados”. En la primera aparecen trece poemas donde el autor explora su todavía breve pero ya significativa experiencia afectiva; la segunda propone ocho piezas de corte reflexivo y cuestionador, y, la última, tres largos y poderosos poemas donde el poeta, un joven muy adelantado, se descara como propietario de las herramientas verbales, conceptuales y sonoras óptimas para realizar un peritaje a sus vivencias más entrañables, las vinculadas a la muerte y a su condición de hombre frente a los espinosos enigmas de la vida.
No quiero parecer exagerado ni profeta a destiempo, pero desde aquellos primeros frutos del talento y la vocación, con mis modestas luces de joven condiscípulo, sabía que en el porvenir de Gilberto estaban ya dispuestos, en este orden, muchas obras importantes y reconocimiento. Ahora, cuando ha llegado a los cincuenta y su Exhumación… a los 25, lo felicito y me felicito por haber cultivado su lúcida y generosa amistad.
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Comarca Lagunera, 27, agosto y 2010